Otra vez sobre religiones
El artículo anterior, de hace ¡más de un mes!, expresaba mis razones, absolutamente personales en cuanto se fraguaron completamente en mi cabeza (y en mi corazón) para desligarme de cualquier militancia religiosa.
Al subirlo a la bitácora me quedó, sin embargo, una sensación incómoda, como de incompletitud. A pesar de que el análisis que efectuaba era sobre la religión institucionalizada, que casi siempre, y en sociedades como la nuestra es más patente, se estructura en base a una jerarquía rígida que gobierna unos órganos de influencia y control sobre los feligreses; y aunque no pretendía realizar un ataque al hecho (o sentimiento, si lo prefieren) religioso, consustancial al ser humano, me gustaría rematar la faena con algunas reflexiones al respecto.
Dejadme continuar dando un salto a un par de hechos que, aunque parezca que estoy rompiendo la lógica argumental, ejemplifican a la perfección lo que quisiera expresar.
El primero, el más reciente, fue el concierto que el grupo francocamerunés By The Gospel River realizaron en la parroquia de Sant Martí de mi ex pueblo Cerdanyola del Vallès como acto inaugural del último Festival de Blues de Cerdanyola. Un cuarteto que, armado con sus voces y una guitarra acústica, humildad y pasión (no tan sólo musical), consiguieron, entonando himnos religiosos en inglés, que el público se levantase, bailara, corease y acabase ovacionándolos durante un cuarto de hora. Invitaban a ello, no tan sólo por su tremenda convicción a la hora de interpretar; literalmente, nos invitaron a acercarnos y participar de su alegría (¡y cómo chispeaba en sus ojos!), y acabamos cerca de dos centenares de personas agolpados en el crucero de la iglesia. Yo también participé en la fiesta, sin complejo alguno. Porque, aunque en sus canciones y en sus testimonios hablasen de Dios, de cómo los había liberado, de cómo los hacía felices, y de cómo su vida cobraba una dimensión riquísima llevando esa felicidad al público, yo compartí y disfruté al unirme a ellos en su vivencia del hecho religioso; el hecho, que no las convicciones particulares. Lo mismo hubiese disfrutado con una danza en honor al dios hawaiano del mar y de la fertilidad; aunque, por referentes culturales, entienda mucho mejor el mensaje de ByThe Gospel River sobre un Dios que, dicen, llevó al pueblo de Israel a la Tierra Prometida (a la tierra del Muro de la Vergüenza y la Intifada).
Si dispusiese de una hipotética habilidad para convencer, si tuviera dotes políticas, no se me ocurriría jamás arrebatarles sus convicciones, por muy falsas que crea que son. En sus ojos se traslucía una felicidad sincera, y no sería yo quien, en aras del pragmatismo, les quitase uno de los puntales en que se basa esa felicidad.
El segundo tuvo lugar en la Semana Santa del 97. En aquella época estaba realizando un cursillo de informática en Madrid, previo a la entrada en la plantilla de ProfIT, cobrando en negro algo así como 70.000 pesetas (a lo que, eufemísticamente, le llamaban «beca»; algún otro día me despacharé con la retorcida lógica empresarial), y aproveché para ir por primera, y por ahora única, vez a la Semana Santa de Sevilla. Nuria vino a pasar el fin de semana del Domingo de Ramos a Madrid y, después, fuimos en autobús a la capital hispalense. Y fue una experiencia fascinante: la muchedumbre obliga a abrirse paso a codazos por las calles y plazas tan abarrotadas que no queda sitio siquiera para el aire que se respira, a gritar dentro de la cabeza para escuchar uno mismo sus pensamientos y, sin embargo, en el momento en que un paso asoma por la esquina, el bullicio se esfuma y el silencio más respetuoso e inquebrantable que os podáis imaginar, y no creo que os lo podáis imaginar si no lo habéis vivido, se impone en cientos, miles de personas, sevillanos y visitantes. Sencillamente sobrecogedor. Os preguntaréis de nuevo qué hacía un ateo en la Semana Santa sevillana, mítica por la devoción de los sevillanos; y respondo otra vez: es digno de verse, de sentir, palpar, admirar el fervor de la gente, a pesar de no compartir la forma: el fondo, el hecho religioso es inherente, es tan nuestro como la sangre o la razón, y aparece tan buen punto nos damos cuenta que lo único que no vamos a poder evitar en esta vida es su fin. Y todos, tarde o temprano, nos preguntamos qué hay más allá. Y nos angustiamos, por supuesto que sí. Pero, como comenté anteriormente, agarrarse a cualquier dogma no va a hacer el trago más fácil. Aunque sea más arduo, aun cuando nos consuele pensar en un paraíso en el que sólo creo cuando pierdo algún ser querido (para ellos, y para todos los que se van de este mundo, sí que me gustaría creer que existe), yo me atengo a lo que sabemos fehacientemente.
Y es que, del más allá, no sabemos nada.
Al subirlo a la bitácora me quedó, sin embargo, una sensación incómoda, como de incompletitud. A pesar de que el análisis que efectuaba era sobre la religión institucionalizada, que casi siempre, y en sociedades como la nuestra es más patente, se estructura en base a una jerarquía rígida que gobierna unos órganos de influencia y control sobre los feligreses; y aunque no pretendía realizar un ataque al hecho (o sentimiento, si lo prefieren) religioso, consustancial al ser humano, me gustaría rematar la faena con algunas reflexiones al respecto.
Dejadme continuar dando un salto a un par de hechos que, aunque parezca que estoy rompiendo la lógica argumental, ejemplifican a la perfección lo que quisiera expresar.
El primero, el más reciente, fue el concierto que el grupo francocamerunés By The Gospel River realizaron en la parroquia de Sant Martí de mi ex pueblo Cerdanyola del Vallès como acto inaugural del último Festival de Blues de Cerdanyola. Un cuarteto que, armado con sus voces y una guitarra acústica, humildad y pasión (no tan sólo musical), consiguieron, entonando himnos religiosos en inglés, que el público se levantase, bailara, corease y acabase ovacionándolos durante un cuarto de hora. Invitaban a ello, no tan sólo por su tremenda convicción a la hora de interpretar; literalmente, nos invitaron a acercarnos y participar de su alegría (¡y cómo chispeaba en sus ojos!), y acabamos cerca de dos centenares de personas agolpados en el crucero de la iglesia. Yo también participé en la fiesta, sin complejo alguno. Porque, aunque en sus canciones y en sus testimonios hablasen de Dios, de cómo los había liberado, de cómo los hacía felices, y de cómo su vida cobraba una dimensión riquísima llevando esa felicidad al público, yo compartí y disfruté al unirme a ellos en su vivencia del hecho religioso; el hecho, que no las convicciones particulares. Lo mismo hubiese disfrutado con una danza en honor al dios hawaiano del mar y de la fertilidad; aunque, por referentes culturales, entienda mucho mejor el mensaje de ByThe Gospel River sobre un Dios que, dicen, llevó al pueblo de Israel a la Tierra Prometida (a la tierra del Muro de la Vergüenza y la Intifada).
Si dispusiese de una hipotética habilidad para convencer, si tuviera dotes políticas, no se me ocurriría jamás arrebatarles sus convicciones, por muy falsas que crea que son. En sus ojos se traslucía una felicidad sincera, y no sería yo quien, en aras del pragmatismo, les quitase uno de los puntales en que se basa esa felicidad.
El segundo tuvo lugar en la Semana Santa del 97. En aquella época estaba realizando un cursillo de informática en Madrid, previo a la entrada en la plantilla de ProfIT, cobrando en negro algo así como 70.000 pesetas (a lo que, eufemísticamente, le llamaban «beca»; algún otro día me despacharé con la retorcida lógica empresarial), y aproveché para ir por primera, y por ahora única, vez a la Semana Santa de Sevilla. Nuria vino a pasar el fin de semana del Domingo de Ramos a Madrid y, después, fuimos en autobús a la capital hispalense. Y fue una experiencia fascinante: la muchedumbre obliga a abrirse paso a codazos por las calles y plazas tan abarrotadas que no queda sitio siquiera para el aire que se respira, a gritar dentro de la cabeza para escuchar uno mismo sus pensamientos y, sin embargo, en el momento en que un paso asoma por la esquina, el bullicio se esfuma y el silencio más respetuoso e inquebrantable que os podáis imaginar, y no creo que os lo podáis imaginar si no lo habéis vivido, se impone en cientos, miles de personas, sevillanos y visitantes. Sencillamente sobrecogedor. Os preguntaréis de nuevo qué hacía un ateo en la Semana Santa sevillana, mítica por la devoción de los sevillanos; y respondo otra vez: es digno de verse, de sentir, palpar, admirar el fervor de la gente, a pesar de no compartir la forma: el fondo, el hecho religioso es inherente, es tan nuestro como la sangre o la razón, y aparece tan buen punto nos damos cuenta que lo único que no vamos a poder evitar en esta vida es su fin. Y todos, tarde o temprano, nos preguntamos qué hay más allá. Y nos angustiamos, por supuesto que sí. Pero, como comenté anteriormente, agarrarse a cualquier dogma no va a hacer el trago más fácil. Aunque sea más arduo, aun cuando nos consuele pensar en un paraíso en el que sólo creo cuando pierdo algún ser querido (para ellos, y para todos los que se van de este mundo, sí que me gustaría creer que existe), yo me atengo a lo que sabemos fehacientemente.
Y es que, del más allá, no sabemos nada.
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